En tiempos remotos, fue una pequeña capilla reservada para el uso exclusivo de Francisco Montaño de la Cueva. A medida que el tiempo avanzaba, pasó por las manos de varios herederos hasta que, finalmente, en el año 1717, fue adquirida por el presbítero Manuel de Neura, quien se convirtió en el impulsor de su transformación en la catedral que conocemos hoy en día.
Su construcción se erigió valiéndose del adobe y la ripia de cal y canto, un antiguo método arquitectónico. Imponente, el campanario se alza con orgullo y en su interior luce tres campanas.
Sin embargo, el destino de esta edificación cambió en 1902, cuando la decisión de erigir una nueva iglesia sacudió a los creyentes. La antigua capilla interior fue derribada para dar paso a una nueva estructura, cuya culminación llegaría en 1959. Esta versión renovada deleita la mirada con su altar mayor y se distingue por su distintivo revestimiento de mosaico italiano, una joya que brilla con luz propia.
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